22 de junio de 2009

Seriedad y Coherencia


Supongo (o quiero suponer) que el slogan de los radicales en campaña se ve reflejado en esta foto. En el más oficial de todos los palcos durante la gobernación de Ramón Mestre. De pie, al lado de Luciano B. Menéndez, el mismísimo Oscar Aguad, candidato a Diputado Nacional, haciendo gala de su SERIEDAD. No debe ser casual que el apodo por el cual se lo conoce a este radical de pura cepa (sepa usted por qué estaba al lado de Menéndez en plena democracia y sin hacer nada) en muchos ámbitos sea el de "milico Aguad”, eso es COHERENCIA.
Seguro que Oscar, con su mirada clavada al piso, estaba pensando en los 30 mil desaparecidos. O tal vez, la persona que está detrás de él, lo está apuntatndo con un arma para que se quede quieto y salga en la foto. Vaya uno a saber.

4 de junio de 2009

Chau guaichanquein. (en cordobés)



Detesto las necrológicas de los diarios y su responso final para David Carradine (kung Fu). Todo lo que se puede googlear en internet, está en los diarios. Más todo el obituario de boludeces que se escriben cuando alguien muere. Sea quién fuese. Hecha la salvedad, voy por mi memoria emotiva (si es que tal cosa existe).
Tengo un catálogo de situaciones derivadas de ver la serie Kung Fú. En el secundario, en el Ricardo Rojas turno mañana, la única explicación a la ceguera del Maestro Po, era la masturbación. Al menos para mi, y gran parte de mis compañeros, un grupo de onanistas profesionales en plena revolución hormonal, no cabía otra respuesta. Después estaban las analogías por las largas caminatas, siempre descalzo, con los zapatos colgados al hombro. Tiene más caminadas que Kun Fu, sentenciaba la sapiencia colectiva, para señalar algo o alguien muy baqueteado. También acuñamos una frase para denostar a los que en el colegio hacían gala de alguna destreza en artes marciales. La frase era “quién sos……guaichanquein”. Por ver Kung Fu conocimos al papel de arroz antes de fumarlo. Fue cuando el Maestro Po instaba a su pequeño saltamontes a atravesar ese papel sin dejar huella, como señal de madurez monacal. Luego, nos dimos cuenta que los porros, también se armaban con papel de arroz. Una coincidencia bastante estúpida, en especial, si uno no está fumado. Y teníamos bromas con la quena que llevaba en su bolsa, con el celibato al que aparentemente estaba condenado. Pero tenía un encanto en sus silencios, en su mirada, en sus movimientos lentos y certeros. Y comparado con otros personajes que ostentaban las artes marciales como dotes actorales, era por lejos el mejor. Tipos como Chuck Norris, Steven Seagal, Van Damme, son de madera balsa al lado de David Carradine.
Pasaron los años y Kung Fu se convirtió en otro recuerdo de infancia aguado por el paso del tiempo. Pero un día , fui al cine, y ahí estaba él. Guaichan de nuevo, mejor que nunca. Ahora era Bill (en Kill Bill vol. II, 2004) un despiadado asesino profesional, que tenía el mismo encanto y misterio que aquel monje shaolín, que había surcado el lejano oeste en busca de una certeza que jamás encontraría. Tarantino lo hizo protagonista, junto a Uma Thurman, de una de las mejores sagas del cine. Y aunque era el malo, o mejor dicho el más malo en una película de malos, seguía siendo Kung Fu. Y no porque el personaje lo haya devorado, creo que nunca hubo un personaje. Creo que siempre vimos a David Carradine bajo distintos nombres. Nada más.
Chau guaichanquein.

2 de junio de 2009

La mala Fortuna de Francisco



Cuando apenas tenía 7 años, mi abuelo era el boletero de un pequeño parque de diversiones en Carlos Paz . Estaba en pleno centro. Había una vuelta al mundo con asientos multicolores, un indomable toro mecánico, algunos flipers, un gusano loco que giraba sobre un mono riel, la infaltable rueda de la fortuna con su desazón lúdica de una vida mejor. Y por supuesto, estaba ella, la figura central, la única estrella en ese parque: la calesita. Yo podía subir cuando quedaban lugares sin ocupar, esto ocurría con frecuencia salvo los fines de semana. Cuando había mucho trabajo, mi abuelo vendía los boletos en la garita que oficiaba de boletería, luego encendía el motor de la calesita, controlaba los boletos de los niños subidos a un caballo, o a un viejo avión con hélices en la punta, un cerdito rosadito con pretensiones Disney, o un convertible descapotado con dos volantes. Y después se coronaba como un gladiador, blandiendo la sortija al borde del abismo. Era el hombre a vencer para obtener esa joya de metal oxidado que se canjeaba por un boleto, para otra vuelta, para otra batalla. Era lo más. Pero cuando iba agitando mis manos, con medio cuerpo asomado buscando el desafío para atrapar la sortija, cuando yo estaba a centímetros de ganar mi momento de gloria, mi abuelo levantaba su mano y me dejaba pagando. Explícitamente me excluía de la contienda. Una y otra vez, tantas como vueltas daba la calesita. Nunca mientras mi abuelo fue calesitero gané la sortija. Fue una sutileza de honestidad, una forma, sin muchas explicaciones, de enseñarme a no hacernos los boludos para obtener algún rédito. –
Casi 30 años después veo este afiche donde un legislador, seguramente siguiendo los designios de algún gurú marketinero, pone su apellido casi en forma clandestina, y resalta su nombre de pila: Francisco. Alguien pensó, que en este país, no era bueno asociar Fortuna, con política, y con candidato. Una sutileza demasiado deshonesta para alguien que nunca pudo sacarle la sortija a su abuelo.