26 de mayo de 2009

El misterio de las colas en "la feliz"

Mar del Plata, enero, 30 grados de máxima, playa La Perla. Tres bañeros (dos hombres y una mujer) haciendo gala de su arrojo desmedido se sumergen en un mar frío y repelente para salvar a hombre caucásico, imprudente, canchero, que es arrastrado por la corriente mar adentro. En la orilla una multitud, y cuando digo multitud me refiero a por lo menos veinte personas por metro cuadrado. En La Perla hay más densidad poblacional que en Bombay. Los guardavidas logran remolcar hasta la costa los noventa kilos de imbecilidad del bañista socorrido. Lo traen sujetado por sus extremidades, como un Tupac Amaru de utilería. La gente en la playa aplaude. La inmensidad del atlántico se pierde en la intrépida mirada de un vendedor de churros aceitosos que le decía a una señora, demasiado grande para una malla tan pequeña, que él había visto como el infortunado bañista era devorado por los dioses del océano. Un adolescente en plena revolución hormonal resaltaba la figura de la joven guardavidas, a decir verdad, la chica era Charles Atlas con peluca. El morbo amateur de un jubilado (de jubilación mínima vital y móvil) recorría las extremidades de la socorrista para luego recordarlas antes de ir dormir, tranquilo, sin dentadura y sin erección. De inmediato se organizaron dos filas de vasta concurrencia. Una para escuchar el relato espartano de los bañeros, aunque casi no podían gesticular palabra debido al cansancio, matizaban suspiros y movimientos de elongación con la gula de sus interlocutores. Y la otra columna de aglomerado humano empujaba para escuchar, ver o tan sólo acercarse, al sobreviviente. El hombre narraba su desventura con precisión, repetía una y otra vez : "creí que no la contaba".

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